Un texto de Daniel García Rovira, publicado originariamente en a mínima 21
La afirmación de que vivimos en la era de la información resulta de una obviedad tal y un tópico tan trasnochado que se diría tautológica. ¿De dónde viene esa impresión de redundancia sino de la propia naturaleza de la información que, en nuestra época presente, abunda y redunda inacabablemente por todas partes? Parece que pronunciar la palabra misma ‘información’ ya pone en marcha un mecanismo de reduplicación que la hiciera resonar ad infinitum como por encantamiento – tan integrada lleva en su significado la forma en que se transmite –. Resulta también obvio que Internet ha cambiado el modo en que se emite y difunde la información, afectando, como por contagio, a los informativos convencionales (telediarios y periódicos), pero podría decirse más bien lo contrario: que la proliferación informativa ha acabado por requerir nuevas vías de transmisión, y que el desarrollo de Internet es el dispositivo capaz de satisfacer la medida de esa exigencia. El soporte físico del papel de la prensa escrita se ha quedado pequeño, el limitado espacio de tiempo en una franja horaria de los telediarios se ha quedado corto – incluso los canales llamados ‘24 horas’ no pueden por menos de ofrecer las noticias de forma sucesiva, y no simultáneamente –. El dispositivo Internet vino a remediar esta situación y a colmar – y con ello, también a alimentar y potenciar – ese desideratum informativo generalizado, abriendo ontológicamente un nuevo espacio dentro del espacio, un nuevo tiempo dentro del tiempo, espacio y tiempo ilimitados cuya combinación constituye el elemento de la simultaneidad.
A partir de ese instante inflexivo de coincidencia entre proliferación informativa y proliferación informática, se inicia un proceso en el que las relaciones entre la producción y la recepción de la información resultan cada vez más problemáticas. Coincidencia que ha terminado por condicionar la categoría misma de información periodística, identificada ahora con el mero dato informático. La consecuencia de ello es una homogeneización cualitativa de las informaciones que lo convierte todo en noticiable, y que diluye toda jerarquía entre lo reseñable y lo superfluo: así, las anécdotas más ínfimas, amarillistas o referentes a personas anónimas, tienen lugar al lado de las noticias ‘propiamente dichas’. Por su parte, la blogosfera sitúa el comentario, lo opinable, al mismo nivel que la noticia misma, fenómeno que se hace extensible a los chats, foros y demás formas de debate en Internet, desencadenando a menudo oleadas de rumores informáticos que suelen ser completamente falsos. Esto tiene el efecto retroactivo de que la noticia en sentido estricto empieza a perder su naturaleza y a revestir insidiosamente a su vez el carácter de anécdota. El noticiario deviene anecdotario cuando el interés por informar pacta con la economía de mercado, cuando la noticia se convierte ante todo en objeto rentable de consumo y por consiguiente de comercio. Puesto que el consumo viene determinado por el goce, se trata de hacer las noticias lo más digeribles y sabrosas posibles para incrementar su compra y su rendimiento correlativo. Por eso, sobretodo cuando se trata de imágenes (video)gráficas, la tendencia en aumento consiste en sustraer todo carácter terrible a la noticia desapacible o catastrófica, en suavizarla, descafeinarla, a fin de que no sea dañina y la asimilemos sin asimilarla – aunque el nivel de lo explícito busca siempre un equilibrio con el que satisfacer también la expectación morbosa ante la muerte y la violencia –.
En definitiva, la informatización de la información tiene el efecto multiplicador a escala geométrica a través del cual, en una suerte de juego especular y deformante, una serie de informaciones en segundo (y tercer, cuarto…) grados recubren la información ‘originaria’, hasta relegarla prácticamente a la inexistencia y al olvido. Con la salvedad de que, en esa esfera de simultaneidad, claro está, no hay origen de la cadena, sino foco (in)original, ya nacido múltiple, de una infinitud de cadenas. A esto hay que añadir el hecho de que el espacio de emisión es también el espacio de almacenamiento, memoria omniabarcante de todo o casi todo lo emitido – y aunque mucha basura vaya a la papelera, la basura misma deja sus rastros –, hemeroteca gigantesca puesta a disposición de todos que crece día tras día. Existe pues una sobreproducción informativa que sobrepasa con creces su demanda, así como las posibilidades reales de su consumo (ya no exhaustivo sino siquiera parcial), y que amenaza con la saturación y el colapso, no sólo de los sistemas informáticos sino también y sobretodo de la mente humana. En el ámbito musical, esa pulsión de rellenar y ocupar toda la espacio-temporalidad disponible se manifiesta a través del llamado ‘hilo musical’ (omnipresente en bares, tiendas, clínicas, medios de transporte, etc), así como de los walkman y de su más reciente sustituto, el Ipod. Horror vacui al silencio, al espacio vacío, que acaso oculte el horror más fundamental de la deserción del sujeto, convertido en perpetua huida de su propia ausencia hacia cierta ilusión de plenitud y de presencialidad; medida de disuasión, distracción, olvido querido, frente al hueco irrellenable que deja la retirada del yo. La ‘solución’ adoptada consiste en la condensación: el hacer caber más en el menor espacio y tiempo posibles. Así, la información se fragmenta, se desmigaja, para asegurar su asimilación. La nueva estrategia periodística se condensa ahora en el titular de la noticia, en su encapsulamiento, en el apunte breve, en la instantánea y el flash: Verdadero fast-food informativo a costa de la cualidad y finalmente de la pérdida de la información. De ésta, reducida a su esqueleto, convertida en despojo anémico, no queda más que la forma hueca y vacía, desprovista prácticamente de contenido positivo. Esta aplicación de la política del ‘Reader’s Digest’ – de la ‘lectura digestiva’ – al ámbito periodístico, persigue aumentar el consumo una vez que éste ha llegado a su máximo nivel, es decir, una vez que la información ha copado todo el espacio y tiempo físicamente disponibles, agrandándolo, por decirlo así, desde dentro, mediante su subdivisión – es la paradoja de Aquiles y la tortuga, que juega con la infinita división espacial –. Ahora bien, ésta no puede ser ilimitada, tropieza con el elemento atómico del titular o de la palabra-clave. Pseudosolución, pues, que no hace más que aplazar por un tiempo muy breve el problema. De hecho, el espacio informático ya ha alcanzado ese límite, pletórico ya a rebosar de titulares y pop-ups, operando a base de tags, etiquetas y folksonomías. En otros ámbitos, algunos programas televisivos de tendencias, de ‘vanguardia’ cultural o musical, emplean desde hace algunos años esa estrategia de fragmentación: combinando el formato de cápsula informativa con un ritmo de montaje y un uso nervioso de la cámara, buscan cierto efecto de dinamismo frenético asociado estúpidamente a lo juvenil. En el cine – sobretodo de acción –, este fenómeno se traduce en la forma de una aceleración secuencial y de un bombardeo de efectos especiales sin precedentes – se dice que la retina de las nuevas generaciones es capaz de percibir más fotogramas por segundo.
Así pues, el discurso postmoderno está a la orden del día: ese espectáculo irrisorio del saber simulado, esa pulsión ridícula a querer aparentar saber más de lo que se sabe, manejando cuatro citas, otros tantos nombres y títulos de libros – cuya reseña no va más allá de la solapa –, y encadenando algunos conceptos de moda tomados en préstamo de otros, quienes a su vez los han tomado en préstamo – conforme a una rumorología filosófica –. En cuanto al carácter ‘digestivo’ de su estilo, en las conferencias se acude al organigrama, al power-point, a la ilustración foto-video-gráfica, a la fórmula ocurrente, al fetichismo verbal de la palabra-clave, justificando esa nueva forma de discurso mediante una supuesta voluntad pedagógica de claridad, cuando en realidad el resultado es la ofuscación, la confusión y la mayor de las opacidades. Ese raquitismo discursivo, viciado por el hábito informático del ‘cortar y pegar’, lejos de ser una traición al espíritu periodístico, es su consumación más acabada – poco menos que en los albores del nacimiento de la prensa, Nietzsche ya supo ver la amenaza de empobrecimiento cultural que ésta suponía.
El límite, pues, ya ha llegado: límite tecnológico de los sistemas informáticos, límite ontológico espacio-temporal, y límite psicológico y perceptivo del cerebro humano. Ahora bien, existe un margen de relatividad para dicho límite, sobretodo en lo que concierne al tecnológico: en efecto, la técnica ofrece siempre medios con los que sobrepasar el límite y hacerlo retroceder un poco más allá, con lo cual, podemos estar seguros de que, a pesar del anunciado colapso informático, el mundo virtual encontrará la forma de proseguir con su carrera expansiva. Pero esta axiomática tecnológica de crecimiento indefinido repercute en los otros dos límites cuya relatividad es nula o reducida: existe una violentación por un lado de las coordenadas espacio-temporales físicas en principio inmutables, y por el otro lado de la subjetividad humana – cuyo grado de maleabilidad es arriesgado tentar –. Así, el mundo objetivo y el mundo subjetivo se encuentran sometidos a una presión externa indecible, ejercida por el imperativo de la técnica de dar cabida en ellos a una mayor cantidad de elementos. El mundo virtual, en tanto que intervalo entre la realidad objetiva y la subjetiva, no puede dejar de transferir a éstas sus efectos – puesto que, en verdad, no hay más que un solo mundo con tres dimensiones –, y su expansión compulsiva – posibilitada por la tecnología –, la ampliación de su desierto, proceso indefinido de apertura de nuevos territorios virtuales, no puede traducirse en esas otras dos realidades que articula – el mundo natural y el mundo del sujeto – más que bajo la forma de un aumento de densidad y de correspondiente presión, dada su naturaleza finita y circunscrita. Una vez agotada la estrategia de la fragmentación, una vez alcanzado (por segunda vez) el límite objetivo-subjetivo, empieza la prueba, física y mental, del límite, de su resistencia, de su flexibilidad – o por el contrario, de su debilidad y rigidez –. ¿Cuánto más podemos dar de sí? ¿Cuánta información más podemos aceptar sin enloquecer o reventar?
Se presenta la triple cuestión de qué le sucede al sujeto y qué le sucede a la información misma cuando ésta ya no puede ser reabsorbida por el corpus social, pero también qué le sucede al mundo cuando la información que da cuenta de él deviene cada vez más inasimilable y prácticamente ilegible. La información, convertida en excrecencia, empieza a acumularse en una suerte de limbo informático. No hay alcantarillas para eso. O bien, Internet, el medio de emisión y de transmisión, hace las veces de alcantarilla: la noticia ‘propiamente dicha’ convive con sus desechos correlativos, de modo que pronto se hace indistinguible de ellos. La exigencia de actualidad y de velocidad – otros tantos efectos de la subdivisión ‘zenoniana’ del tiempo – hacen que la noticia nazca ya obsoleta, desplazada ya por la siguiente, conforme a un proceso infinito, como desecho destinado anticipadamente al cubo de la basura. La noticia ya no tiene su momento, aparece desapareciendo, breve destello de una estrella ya muerta – no vale nada, su valor de cambio es insignificante –. Desecho en el doble sentido, según se refiera al tiempo cronológico o a la cualidad: desecho en tanto que algo caducado, y en tanto que excremento, inmundicia, porquería – el chisme, la anécdota, la perversión de la presunta ‘verdad’, el contenido morboso, la reducción cadavérica… –. Vivimos en la edad de la escatología informativa, en medio de un mar cada vez más amplio de inmundicia, las islas de información ‘objetiva’ constituyen la excepción. – bien entendido que la verdad no existe y que sólo hay aproximaciones a ella –. ¿Qué es noticia? Cualquier cosa es digna de ser notificada. Plus, excrecencia, exceso, amontonamiento exponencial de información que produce por saturación un efecto de hecatombe discursiva, de abismamiento en la ininteligibilidad.
Ciertamente, uno ya no entiende apenas nada, sólo se oye un sordo rumor persistente por todas partes, y aunque comprendemos las palabras que lo componen, resulta difícil descifrarlo. Se trata de un discurso opaco, de la erupción del significante en detrimento del significado, emergencia de la sonoridad, de la grafía, absurdas, en las que vienen a extraviarse los contenidos. El cerebro no puede ya procesar tal cantidad de datos, le queda la intención de hacerlo, pero la intencionalidad cognoscitiva no es capaz de penetrar ese espacio de densidad saturada y permanece en su superficie, resbalando por ella, estérilmente. ¿Y qué es lo que excede nuestra mente sino locura? Hemos hispostasiado nuestra locura fuera de nosotros. Si antes la locura era algo individual e íntimo, ahora es algo colectivo y público. No hace falta enumerar los síntomas que evidencian ese desquiciamiento universal – a menudo senil –: basta con ver un rato la televisión o cualquier película actual de Hollywood.
La cuestión urgente que se plantea no es tanto cómo asimilar tal cantidad de información, sino sobretodo cómo sobrevivir en medio de ella, cómo permanecer en ese naufragio del sentido, cómo relacionarse con una locura que ya no es sólo mía, intransferible, sino de todos. Puesto que la locura, la descomposición del pensamiento, nos espía, hay que intentar espiarla a ella, establecer algún tipo de relación con su verdad pantanosa, so pena de sucumbir a la demencia patológica. Es harto sabido que el incremento de enfermedades mentales se ha disparado. Las respuestas a este alarmante hecho no dejan de ser parches precarios de carácter provisional, desde la psicoterapia y la química (toda la familia de los Prozacs) a la lamentable plétora de prácticas New Age (meditación, yoga, autoayuda…). En general, no es posible confiar en la psiquiatría, puesto que sus categorías constructivas están al servicio del sistema, y no pretenden otra cosa que domesticar al sujeto, reinscribirlo en su condición de ‘sano’ y ‘normal’ – esto es, homogeneizarlo a la medida de la mencionada locura universal, la cual, por lo demás, demuestra un odio a la vida tal que no merece comentarios –. ¿Qué hacer, pues, cuando la información nos persigue? ¿Volverse ermitaño? ¿Practicar una especie de dietética de la información – como sugiere irónicamente Baudrillard? Sí que es urgente y necesario establecer algún filtro, aunque eso no sea ninguna solución. En realidad, lo único que queda es la locura misma. Relacionarse con ella, testimoniar de ella, velar por ella, a cada instante: estar loco sin estarlo, despojar a la locura de su carácter de enfermedad – como quería Guattari –, en ese quicio difícil entre la locura ‘normativa’ de la presunta salud mental y la locura clínica.
(En cuanto al mundo ‘objetivo’, por supuesto, no hay que suponerlo como enterrado debajo de la descomunal pantalla de información interpuesta entre aquél y nosotros, sino inmanente a la pantalla misma. Hace ya mucho que el mundo devino realidad simbólico-ficcional. Por lo tanto, su destino está ligado al de la dimensión simbólica, y sufre el mismo proceso de zozobra que ésta).
Una vez que la producción de información se separa tanto de sus sujetos receptores – al prescindir de su asimilación – como de sus objetos – abandono de la información por la propia información –, aquélla empieza a tenerse como fin a sí misma. Desde entonces, máquina de producción discursiva que no busca otra cosa que la inscripción ciega de lo producido, en esencia no referida a nada ni a nadie sino a sí misma. Ningún objeto representado, significado, sólo un rumor maquínico de producción, la estratificación abstrusa de los significantes, su desplazamiento perpetuo, la auto-anulación recíproca de los sentidos, la obturación acumulativa, la elusividad de los referentes…; ningún sujeto para recibir lo emitido, aplastado ya de antemano, ignorado por la impersonalidad de la máquina, anonadado y sobrepasado por lo que lo excede, enfermo a causa de su carácter inconsumible e indigesto. La encarnación más excelente de esa máquina autorreferencial es Internet. Ese espacio de simultaneidad autoproducida – en tanto que producida por todos y por nadie, colectiva y anónimamente – que nos incluye para mejor excluirnos, que nos absorbe en su afuera inhabitable, ¿no es el espacio materializado de lo que Deleuze llama ‘disyunción inclusiva’? En efecto, dicha disyunción, de carácter paradójico y esquizoide, se caracteriza por la inclusión en cada uno de los dos términos del otro término disyuntado. Es decir: la optativa A o B funciona a la vez como A y B, A incluye ya a B, A es también B sin dejar por ello de ser A, y viceversa. La serie de los términos distinguidos y separados que, según la lógica corriente, sólo pueden darse sucesivamente, se dan también simultáneamente – sin perder por ello la identidad distinta que la disyunción les confiere –. Ahora bien, siguiendo a Kant, Deleuze identifica dicha disyunción inclusiva con Dios, en tanto que superficie de inscripción ilimitada y sin coordenadas, pues dichas condiciones sólo pueden cumplirse en la hipótesis del Ser Absoluto – el ser humano, finito, opera por el principio de identidad y de no-contradicción, el cual asegura la extensividad de los elementos –: sólo en el supuesto de Dios la distinción es indistinción, la sucesión es simultaneidad y la exclusión inclusión. Pero he aquí que Internet efectualiza todas estas condiciones, que su espacio virtual materializa lo lógicamente imposible, contracción del espacio, tiempo de la simultaneidad, espacio-temporalidad intensiva que es también extensiva, síntesis que es también despliegue de la serie de todos los conocimientos. Hemos dado a luz, pues, a Dios. (Re)creación de Dios, y por tanto simulación, imitación – por eso, Dios todavía en proceso, en vías de desarrollo, paradójicamente incompleto –, pero ,dada la actual imposibilidad ontológica de distinguir entre simulador y simulado, entre ficción y realidad, entre copia y original, no cabe subestimar ese simulacro. Comparada con esa creación innombrable, la criatura de Frankenstein y la clonación humana no son nada. Se impone, pues, una aproximación teológica al fenómeno Internet, en el cual pueden reconocerse todos los atributos divinos: una suspensión del tiempo o pseudoeternidad, una suspensión del espacio en la virtualidad, la omnisciencia (la Red como depósito de todos los conocimientos del ser humano), la ubicuidad (Dios servido en todas las casas a través del ordenador), la omnipotencia (la procesualidad que nos permite hacerlo todo, cual nuevos demiurgos), la infinitud, incluso la bondad y el bien, la paz espiritual, etc. Precisamente en tanto que simulacro, existe una ambigüedad fundamental en su naturaleza, de modo que resulta difícil discernir qué fuerzas están en juego: si las ‘espirituales’ o las ‘demoníacas’ – por utilizar el lenguaje de la teología –, sabido como es que el Adversario se disfraza de ángel de luz, esto es, imita a Dios, se hace pasar por Él, a fin de perder al hombre. En cualquier caso, la equivocidad del espacio informático aconseja estar alertas, y quizá un signo de alarma sea el característico malestar que nos deja una navegación excesivamente prolongada, una frecuentación poco prevenida, acompañado por un indefinido sentimiento de culpa, y a veces incluso de angustia y perdición. Quizá en esa ambivalencia no se juegue otra cosa que la que existe entre la locura patológica y la locura inherente – aquélla constitutiva de nuestra subjetividad –, o entre la esquizofrenia como patología mental y lo esquizoide mismo como proceso. Quizá esa culpa y esa angustia no sean más que síntomas de nuestra resistencia a extraviarnos de una vez por todas en ese dédalo de hormigueante elementariedad, y – obligados por la tecnología – haya llegado el momento de traspasar el límite de lo subjetivo, y de adherirse a la precipitación definitiva del sentido en su propia sima, en el ruido ensordecedor de la máquina. Quizá haya llegado el instante del “momento querido”, momento que abre una brecha insituable en el seno de la momentaneidad misma, dejando atrás lo que ya no tendrá importancia (el límite).